Una
noche lo encontraron, ebrio e inconsciente, en un rincón
oscuro de la Plaza Garibaldi. Apenas pudo decir su
nombre cuando fue registrado en un albergue de
indigentes. Vivió ahí durante dos meses, hasta que el
25 de noviembre de 1980 el corazón se le inmovilizó.
Había estado conversando, desde su catre, con otros dos
asilados; de pronto se quedó con la mirada fija en el
techo. Así la tenía cuando le cerraron los ojos.
-Sácame
de aquí. Quiero morir en la calle, morirme viendo las
estrellas -le había dicho a un amigo que alguna vez lo
visitó en el manicomio.
Su
deseo no se cumplió. Casanova abandonó el mundo en un
cuarto estrecho y asfixiante. Nadie reclamaría el
cuerpo: las autoridades deportivas tuvieron que hacerse
cargo de su sepelio. En 1950 se le había declarado
<<El Mejor Boxeador del Medio Siglo >>. Años
después se le entregó el trofeo <<Ídolo de
Todos los Tiempos>>. Sin embargo, el hombre que
cimbró toda una época moriría absolutamente solo.
La
historia se ha manoseado, repetido hasta el hartazgo:
-Nadie
había podido adentrarse así en la médula del pueblo
mexicano. Nadie logró conmover de ese modo al público
de su tiempo. Y sin embargo, el derrumbe de Casanova
tampoco tuvo sus precedentes. Rodolfo subió y cayó con
la misma fuerza, triunfó y se desplomó con la misma
intensidad -dice el cronista deportivo Antonio Andere.
<<Señor
de las Moscas>> -escribe Carlos Monsiváis-,
Casanova es la visión cruel, lacerada, agónica,
suplicante, del mexicano que ya se enteró que todo
triunfo es limitado y todo fracaso inabarcable; Casanova
nos pertenece como ser emblemático, como alegoría
profunda y llagada del México donde uno se enseña a
saber perder>>.
A
principios de 1932 varios hechos de sangre -entre los
que destaca el asesinato del compositor Guty Cárdenas-
sacuden a la sociedad mexicana. Bajo los titulares
enrojecidos pasa inadvertido el debut, en la Arena
Nacional, de un boxeador al que los promotores han
bautizado como Young Casanova. En las páginas del El
Universal, sólo un par de líneas dedicaría al suceso
el cronista Mr. Hook: <<Paco Villa perdió contra
Young Casanova en el cuarto round, por nocaut técnico,
en vista de haberse agotado y no presentar resistencia a
su adversario>>.
Si
el silencio cuele convenir a la edificación de una
leyenda, tampoco una semana más tarde, cuando aquel
desconocido subió al ring para enfrentar al excampeón
Julián Villegas, hubo grandes comentarios. Y sin
embargo Villegas fue derribado varias veces, se mantuvo
en pie hasta el campanazo final <<debido a un
milagro inexplicable>>.
Recuerda
el periodista deportivo Sony Alarcón:
-En
una época en que la televisión no existía, la radio
estaba en pañales y los periódicos eran poco leídos,
la fama que con unas cuantas peleas adquirió Casanova
comenzó a correr con rapidez sorprendente. Rodolfo subía
al ring casi cada semana, para demoler uno a uno a todos
sus rivales.
A
lo largo de los seis meses siguientes, el novato sostuvo
once peleas más. Ganó nueve por nocaut y dos por
decisión. La mayor parte de sus adversarios fueron a la
lona antes de comenzar el cuarto round.
-Verlo
boxear era un espectáculo impresionante. Casanova
estrujaba el alma. Su entrega era indescriptible. Uno de
sus manejadores, Luis Morales, tuvo la idea de untarle
aceite en el cuerpo para hacerlo brillar bajo la luz de
los reflectores. Cuando él se quitaba la bata, uno tenía
la impresión de que estaba viendo a un príncipe
azteca, a una especie de héroe mitológico.
En
poco tiempo los candidatos a víctimas locales quedaron
agotados, y llegó para Casanova la primera prueba de
fuego. Los promotores decidieron enfrentarlo, en el
antiguo Toreo de la Condesa, con el filipino Speedy
Dado, a quien el especialista Nat Fleischer consideraba
el segundo peso gallo del mundo.
La
afición estaba ávida de emociones fuertes: el boxeo
profesional acababa de nacer -apenas en 1928 había sido
formada la Comisión de Box del DF- y los ídolos
surgidos hasta entonces no habían demostrado ser sino
simples estatuillas de barro: Alfredo Gaona <<no
mataba ni a una mosca con los guantes>>, al
talento de Luis Arizona, David Velazco o Manuel Villa,
le faltaba la chispa capaz de encender las arenas. De
hecho, en aquel firmamento primigenio sólo otro
candidato aspiraba a avasallar la devoción del
respetable: el joven Kid Azteca, que esa misma noche le
iba a disputar a David Velazco el título nacional de
los welter.
Los
diarios afirmarían al día siguiente que el amanecer de
los ídolos había comenzado.
Casanova
tenía dieciocho años de edad y escasos seis meses
dentro del boxeo profesional. No había enfrentado jamás
a una figura de renombre. Dado, en cambio, peleaba desde
1925. Además de ocupar una posición privilegiada en la
clasificación internacional, el portento de sus puños,
que combinaba la velocidad con la contundencia, había
logrado demoler a más de un campeón mundial.
En
la penúltima pelea de esa noche, Kid Azteca subió al
ring y destronó a David Velazco por decisión. El
ambiente hervía cuando Casanova salió del vestidor.
Según los apuntes de Mr. Hook, más de veinte mil
espectadores estallaron de euforia cuando, apenas a un
minuto de iniciado el encuentro, el mexicano envió al
otro a la lona. De ahí en más, la pelea se convertiría
para el filipino en un verdadero infierno: en el tercer
round intentó abandonar el combate, <<pero las
autoridades lo amenazaron con retirarle la paga>>,
en el cuarto cayó estrepitosamente, bajo las feroces
andanadas de ocho onzas lanzadas por Casanova. Escribía
Mr. Hook: <<El público, en un estado de frenesí
contagioso, no solamente prorrumpió en ovaciones
atronadoras, sino que las exclamaciones incoherentes y
los gritos desarticulados expresaban el gozo que
embargaba a todos los concurrentes>>.
El
triunfo de Kid Azteca era quizá más importante, pero
desapareció en medio de la euforia. Casanova había
nacido y empezaba la leyenda. Aunque nadie pensara en
eso, aquella noche también se confirmaba una
certidumbre melancólica: la condición del ídolo es la
muerte.
Rodolfo
Casanova es hoy una sombra que deambula por el panteón
de los ídolos nacionales.
-No
hay libros sobre su vida y las crónicas de sus peleas
andan perdidas en los periódicos... -dice el exboxeador
Carlos Montes.
Amigo
inseparable de Kid Azteca y, si se le requiere, testigo
presencial de la vida boxística de México en los años
treinta, Montes agrega:
-Se
dicen muchas cosas de Rodolfo, pero no todas son
ciertas. La verdad debían conocerla bien sus
familiares, pero todos ellos han desaparecido... Parece
que se los tragó la tierra.
Montes
hace una pausa para mirar el puñado de hojas
manuscritas que sostiene entre las manos. Dice:
-Yo
he escrito algunas cosas. Son datos generales, pueden
ayudar a iluminar un poco más el pasado de Rodolfo.
Se
trata de una biografía casi telegráfica:
<<Casanova vivía en la colonia Martín Carrera.
Comenzó ganando diez pesos por pelea. Después la
tarifa subió y le pagaron 50. Cuando comenzó a pelear
en estrella le daban 200 pesos>>.
Se
lee después:
Antes
de que se le conociera como el Chango -apodo que le
pusieron porque tenía los brazos muy largos- lo
llamaron el Nevero de la Lagunilla porque trabajó en un
mercado que estuvo donde después se construyó el
Deportivo Guelatao. Era un mercado de madera, que tenía
anuncios muy grandes afuera de cada local. En la nevería
de don Francisco Osorio, el letrero decía: El nevero de
la Lagunilla. Rodolfo trabajaba ahí como ayudante,
batiendo los botes con hielo y con sal.
En
toda obra colectiva la verdad se desfigura de manera
irremediable. Al ídolo se le corrige, se le interpreta,
se le inventa. En medio de la confusión, un hecho
claro: Rodolfo Casanova nació en la ciudad de León, en
junio de 1915. Su padre, Rafael Casanova, fue enterrado
por la Revolución al año siguiente. Jerónima Núñez,
su madre, emigró a la capital y se instaló con sus
hijos en las cercanías de Tlatelolco.
-A
los nueve años andaba yo descalzo, nunca supe lo que
era un juguete; mi madrecita con dificultades nos mantenía...
No sé decirlo, sólo fui un par de años a la escuela,
me gustaría poder explicar lo que sentía... Era algo
así como un dolor en el pecho ver que mi madre
trabajaba de sirvienta. Me prometí sacarla de ahí lo más
rápido posible y por eso dejé la escuela y me fui a
trabajar -narró el propio Casanova, en 1979, al
reportero Sergio Lara Mejía.
Por
lo demás, en la mitografía de este peleador aparecen
reiteradamente dos historias.
Una:
a finales de los años veinte, el exboxeador Manuel
Canseco, que trabajaba como chofer de la línea Roma-Mérida,
decide contratar los servicios de un cobrador que le
ayude, llegando el caso, a bajar del camión a los
pasajeros indeseables. Un pleito presenciado en La
Lagunilla habrá de revelarle que el nevero Rodolfo
Casanova es el candidato ideal: basta pulirle algunos
defectos, lo demás puede aprenderlo sobre la marcha.
Casanova es contratado por el chofer y no tarda en poner
los puños en acción. Canseco, boxeador fracasado,
descubre en su empleado un ídolo en embrión y lo
recomienda con el afamado manager Tío Torres. Desde
luego, Torres también queda deslumbrado y decide
iniciar al muchacho en el pugilismo profesional
-Canseco, por su parte, también tomó parte en el
negocio y al paso del tiempo fue manager, entre otros,
del célebre Pipino Cuevas.
Dos:
en los estrechos círculos boxísticos de La Lagunilla,
el guanajuatense Carlos Casanova se revela de pronto
como un virtuoso del pugilismo; en 1928 es invitado a
representar a México en las Olimpiadas de Amsterdam,
pero La Fatalidad, que en este caso se llama
<<siempre no hubo dinero para el pasaje>>,
impide que el joven participe en los Juegos. Carlos
abandona así el boxeo, aunque su ejemplo ha echado raíces
en el ánimo de su hermano menor, Rodolfo, quien se empeña
en imitarlo. El chofer Manuel Canseco lo descubre y lo
incorpora al grupo de peladores amateurs de la línea
Santiago-Algarín. Ahí lo encuentra el cronista
deportivo Fray Nano -director del diario La Afición-
quien más tarde habrá de presentarlo con el promotor
Jimmy Fitten, el Don King de México en los años
treinta.
1933
es el año deslumbrante: doce nocauts; sólo una palea
perdida. El rival más temible, News Boy Brown, a quien
nadie había podido noquear, cae fulminado en el tercer
round.
Los
adjetivos se acumulan. No importa que Rodolfo amanezca
cada vez con mayor frecuencia en las delegaciones, que
el manager deba ir a sacarlo de las cantinas, que su
afición al relajo lo vuelva incontrolable. ¿Qué
importa, si el gancho a la quijada aparece
invariablemente y Rodolfo es fajador, duro, valiente y
siempre está listo en el momento justo?
Johnny
Zavala, Baby Palmore, Juan Rivero, Willie Davis y Little
Dempsey caen en tres rounds. El promotor Fitten
comprende que, pese a que <<ciertos actos de su
vida privada>> parecen disminuir el potencial de
Rodolfo, la hora de enfrentarlo con un campeón mundial
por fin ha llegado.
El
campeón se llama Sixto Escobar y es puertorriqueño.
Hasta ese momento, ningún mexicano ha logrado fajarse
un título mundial. La pelea despierta un interés
inusitado: Casanova encarna la única esperanza de un
pueblo acostumbrado a la derrota; los diarios lo
convierten en héroe nacional.
El
combate se celebra en la ciudad de Montreal. Las
apuestas parecen favorecer al mexicano: nadie ha
resistido su gancho a la quijada. Pero Escobar no sólo
lo resiste, también lo persigue, le abre las cejas, lo
dobla con un cruzado de derecha y luego le asesta dos
golpes cargados de dinamita. Casanova se desploma sobre
la espalda y rueda hasta quedar bocabajo. Tarda dos
minutos en recuperar el sentido mientras en la Ciudad de
México, donde se sigue la pelea por radio, se hace un
silencio atroz.
<<¡Honda
decepción!>>, reza un titular al día siguiente.
Páginas adentro, advierte con indignación un
periodista:
Casanova
está en peligro de correr la misma suerte de otros
boxeadores mexicanos, los cuales, por verse obligados a
sostener demasiados pleitos, acabaron su carrera en
plena juventud. A lo anterior hay que añadir que
nuestro popular púgil no se ha distinguido precisamente
por la observancia de métodos de vida propios de su
profesión. Todavía es tiempo de recuperar el terreno
perdido, si sus directores no persisten en acabar con la
gallina de los huevos de oro.
La
moneda estaba en el aire. <<Hay que declarar a
Casanova propiedad nacional para cuidarlo y poder
salvarlo>>, escribiría Manuel Seyde. Pero la
moneda venía cayendo, ante la indiferencia de todos.
-Antes
de ir a Montreal, Casanova le depositó palabra de
matrimonio a su novia. Iban a casarse cuando él
regresara. Perder la pelea fue para él un golpe muy
duro. Pero la mayor decepción se la llevó al regresar
del viaje. Cuando buscó a su novia descubrió que se
había ido con otro.
Kid
Azteca enciende un cigarrillo sin filtro y aspira
profundamente mientras busca los recuerdos perdidos a lo
largo de sus ochenta y cuatro años.
-Nunca
se repuso -agrega al fin-. Jamás volvió a ser el
mismo. Siempre he pensado que fue ahí donde perdió la
fe. Se metió a los cabarets y anduvo emborrachándose
durante semanas.
No
se supo nada él durante casi tres meses. Los periódicos
dejaron de mencionarlo. De pronto, alguien apareció
para salvarlo.
-Se
trataba de un militar -recuerda Sony Alarcón-: el
general Palma. Era un fanático suyo. Le dijo: <<A
partir de hoy yo voy a manejarlo>>, y lo encerró
en un cuartel para alejarlo de la bebida. También le
puso nuevos entrenadores, porque los anteriores no podían
controlarlo.
Casanova
entrenó bajo la vigilancia de Palma varias semanas. La
noticia de su reaparición no emocionó a nadie, aunque
iba a disputar el título nacional de los plumas con el
joven valor Juan Zurita.
Incluso
Mr. Hook se mostraba escéptico. Desde su perspectiva,
Casanova se veía <<muy lento>>, parecía
<<un autómata que se mueve al impulso de
invisibles hilos>>. Y sin embargo, al
desarrollarse el combate, aquel autómata se volvería
un vendaval que llevó al campeón al borde del nocaut y
terminó poniendo de pie a un público que regresaba al
redil entre retorcimientos histéricos.
-¿Hasta
dónde habría llegado Casanova si hubiera tenido la
fortuna de vivir otra vida? -se pregunta Sony Alarcón.
No
existen respuestas. Lo cierto es que aquel 15 de
septiembre de 1934 Casanova se reconciliaba con el público
y bajaba del ring convertido en el nuevo campeón de México.
La
amenaza viene desde lejos y su nombre comienza a resonar
en todas partes: Joe Conde.
Cuando
lo tiene enfrente por primera vez, Casanova se siente
avasallado por sus ojos incisivos, su sonrisa burlona.
Nadie
sabe cuáles son las fibras que le mueve. ¿Es el
calzoncillo negro adornado con una calavera blanca, o el
casimir inglés, el delgado bastón, la gardenia pálida
que Conde se coloca en el pecho al salir de la arena?
-Indio
ignorante -le dice el recién llegado durante su primera
pelea. Y luego gruñe palabras ásperas, voces en inglés
que su rival no entiende.
Nadie,
salvo Sixto Escobar, había podido noquearlo. Ahora,
inseguro y con lágrimas en los ojos, el nevero falla
golpe tras golpe. Cae en el cuarto round y esconde la
cara entre los guantes. Conde le quitaría el cinturón
dos veces más. Iba a convertirse en su pesadilla, su
infierno exclusivo y particular.
Es
enero de 1936 Casanova está todavía en la cima de su
gloria y acomete la empresa más grande de su carrera:
en una de las peleas más dramáticas que se recuerden,
vence al campeón mundial Freddie Miller, que había
permanecido invicto a lo largo de ciento setenta
combates.
En
el Toreo de La Condesa no cabe un alfiler. En unas
cuantas horas se venden veinticinco mil boletos. El
combate, sin embargo, empieza con mala fortuna para el
mexicano. Miller demuestra por qué es el campeón. No
le toma demasiado esfuerzo enviar a Casanova a la lona.
Escribe el exboxeador Raúl Talán: <<El público
se quedó silencioso aunque Rodolfo se levantó antes de
que empezara la cuenta. Le gritaron desde su esquina:
"¡Abrázate! ¡Abrázate!", pero él no
obedeció>>.
Según
El Universal, <<todos los semblantes se ven
contrariados; el Toreo parece un cementerio>>.
Casanova, sin embargo, no se entrega fácilmente: sigue
yendo al frente, cabecea, se encorva, mueve las piernas.
Los rounds comienzan a correr y la magia opera de nuevo.
Mientras el recinto se va convirtiendo en <<un
campamento de apaches que gritan
desaforadamente>>, Freddie Miller comienza a
recibir la peor paliza de su vida: la campana del noveno
round lo sorprende buscando una esquina en la cual
esconderse. No está en juego el título mundial, pero
eso a nadie le importa: Abelardo Rodríguez, presidente
de México, se pone en pie, algunas mujeres se echan a
llorar, y Fray Nano escribe la columna que bautiza a
Casanova como <<un campeón sin corona>>.
La
frase dará pie a una película memorable -rodada por
Alejandro Galindo en 1945-, pero encerrará fatalmente
el destino del boxeador: a partir de 1938 Casanova es ya
<<el superdotado que no supo aprovechar sus
facultades>>. Tony Mar lo vence en diez rounds.
Panchito Villa lo derrota en dos ocasiones y Juan Zurita
lo noquea sin esfuerzos durante un combate sostenido en
Guadalajara. Vaticina crudamente un periodista:
<<Casanova ya pasó a la historia. Pronto lo
veremos expandiendo vasos de nieve de a quinto y de a
centavo>>.
En
rápida sucesión, rodeado por los densos vapores del
alcohol, el Chango pierde con Ray Campo, Pedro Ortega,
José Luis Vera y George Dixon II. Un día la cabeza se
le llena de voces y tiene que pedir a gritos que alguien
aleje las visiones que lo persiguen por las mañanas.
Las sombras lo ha alcanzado. <<Casanova fue
llevado a un manicomio. El alcohol terminó por
enloquecer a nuestro popular campeón>>, informa
un diario.
En
1943 alguien que se parece a Rodolfo Casanova sube al
ring de la Arena Coliseo. Le quedan resabios de
velocidad, débiles instantes en que chisporrotea
impecablemente su antigua técnica. Pero en general,
aquello es una sombra. Por lo demás, la Arena Nacional
ha desaparecido, Joe Conde se ha retirado y el tiempo
borra las huellas de Mr. Hook. El cronista deportivo de
El Universal es ahora un tal A. Lego. Escribe en la
edición correspondiente: <<Casanova subió al
ring para ganarse unos cuantos pesos, sirviendo de
gancho a quienes sin pizca de moral todavía ven en él
un filón productivo>>. Algunas franjas del público
abandonan la arena por considerar aquello <<un
ultraje a la memoria de nuestro máximo ídolo>>.
Algunos más se conduelen: cuando Casanova noquea a un
rival mediocre y desconocido, comienzan a lanzarle
monedas que él recoge lastimosamente. Indignado ante el
espectáculo que <<por necesidad ha debido
presentar el boxeador más espectacular de todos los
tiempos>>, A. Lego pide a las autoridades una
contribución que asegure la tranquilidad del ídolo.
Nadie responde.
De
ahí en más, Casanova encarnaría el mito del perdedor,
entrando y saliendo del manicomio, rehabilitándose
durante algunos meses para volver a caer después, y
viviendo de limosnas, de préstamos, de caridades. Es el
teporocho de Garibaldi, el borrachín que recorre San
Juan de Letrán causando lástima y asco.
<<Esta
pelea la tengo que ganar>> le hacen decir en una
película de boxeadores -Guantes de Oro, 1959-, para
aludir a su lucha contra el alcoholismo. Pero Casanova
pierde otra vez, y cada que los diarios se asoman a su
vida es para confirmar la intensidad de su tragedia.
El
reportero Marco Erasmo Ortiz lo encuentra treinta y un años
después, en 1974, trabajando en una vulcanizadora del
rumbo de Mixcoac. Casanova parece a salvo del delirium
tremens: posa para las fotos alzando pesadas llantas de
tráiler o mostrando unos puños que siguen pareciendo
contundentes.
<<Su
personalidad es arrolladora [escribe el periodista].
Basta que quiebre su rostro indígena, cetrino e
inconmovible, para que uno se sienta arrobado por su
sonrisa franca e inocente.>>
Sin
embargo, el Chango abandona ese sitio poco después y el
infierno se abre para conducirlo al cuarto en donde un
desconocido se encargará de cerrarle los ojos. Una sábana
cubrió el cadáver. En la habitación no había
guantes, ni títulos, ni amigos, ni nada.
Héctor
de Mauleón
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